Sociedad

La sociedad vigilada

La crisis sanitaria acelera la importancia de la tecnología para combatir al virus, pero también abre el debate sobre cómo gestionar la privacidad de unos ciudadanos que intentan no naufragar en la tercera ola de la pandemia.

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Carla Lucena
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19
enero
2021

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Carla Lucena

Desde el primer clic del tiempo, la tecnología ha ayudado al hombre, pero eso que llamamos progreso es siempre un camino lleno de tensiones. La pandemia ha traído, de forma colateral, la urgencia del equilibrio. Las aplicaciones para rastrear infectados son indudablemente útiles… siempre que se manejen con diligencia, por ejemplo, los algoritmos que las guían. «El análisis masivo de datos podría ayudarnos a conseguir el máximo provecho de los recursos sanitarios aplicándolos allí donde más falta hacen, respondiendo a preguntas sobre cómo y dónde se encuentra la población más vulnerable, cuál es su perfil, quién tiene más riesgo de propagar el virus o en qué geografía hay que hacer mayor esfuerzo», reflexiona Rafael Quintana, director de la firma informática Qlik para España y Portugal. Pero hay que afinar y dar la nota precisa.

El exsecretario de Estado estadounidense, Colin Powell, explicó una vez qué era la zona de incertidumbre. «Actuar con menos del 40% de los datos necesarios es imprudente, y esperar a tener el 70% de la información para tomar una decisión puede tener consecuencias fatales», dijo. Hoy, el éxito de la tecnología en la pandemia está precisamente en el equilibrio y en el tiempo. Las aplicaciones y otras propuestas fallarán si los Gobiernos no saben construir soluciones tecnológicas que respeten, entre otras cosas, la privacidad de sus ciudadanos. Pero no es una quimera. «Compartir datos privados puede tener beneficios que un individuo no perciba para él pero que, acumulados, tienen una gran mejora en la sociedad en su conjunto. La covid-19 es un buen ejemplo: no existe beneficio en que yo comparta con nadie mi estado de salud, pero existe un gran beneficio en que todos sepamos el nivel de salud de la gente con la que hemos estado en contacto próximo», analiza Alejandro Neut, responsable de economía digital en BBVA Research.

Rafael Quintana: «El análisis masivo de datos puede ayudarnos a conseguir el máximo provecho de los recursos sanitarios»

Es un tema de una profundidad enorme, que desborda los márgenes de la tecnología, pero hace falta contar con el ser humano. «Todos los derechos democráticos que tenemos son limitados», reflexiona el filósofo Fernando Savater, que traza la línea precisamente en los demás. «Tenemos derecho a pasear, bailar, viajar o reunirnos con amigos, pero no si cualquiera de esas actividades lícitas conlleva extender el contagio de enfermedades. El derecho a la privacidad acaba cuando estamos infectados y contamos con la obligación de informar de nuestros movimientos y contactos para permitir el rastreo del virus», argumenta.

Con el eco de esas palabras de fondo, docenas de países han instalado aplicaciones para el rastreo de posibles infectados. Israel fue uno de los primeros, pero otros como China, Corea del Sur, Singapur, Pakistán, Nigeria e incluso España, Alemania e Italia –en estos tres últimos con fuertes restricciones al acceso de datos–, tienen sus modelos. ¿Una obligada pérdida de privacidad? «En absoluto. Es un dilema ficticio, pero que ha tenido un gran impacto social, llegando al absurdo de poner bajo sospecha a Estados que disponen de medidas de control y de validación democrática, mientras se tiene una confianza ciega en las grandes corporaciones como depositarias de nuestros datos», observa José Luis Flórez, director de Inteligencia Artificial y Analítica Avanzada de Minsait, una compañía de Indra. El experto se refiere –sin citarlos– a eso que podríamos llamar «maestros de la abdicación»: empresas como Facebook o Twitter que han sido cámaras de resonancia de falsas informaciones relativas al virus, a su tratamiento, a su propagación e incluso a su posible cura. Plataformas que, de algún modo, han actuado como si hubieran abdicado de su responsabilidad como transmisores de la información que reciben cientos de millones de personas. Pero la tecnología no viaja por su cuenta y llega únicamente hasta donde el hombre lo permite. Podemos mirar la crisis como madre de la invención, sobre todo si pensamos en el teletrabajo o en el comercio electrónico, que se han implantado a marchas forzadas, pero la cuestión va más allá. «Ha obligado a las empresas a replantearse sus cadenas de producción para que aparezca una mayor diversidad de proveedores. En este sentido, es probable que la inteligencia artificial y la robótica sean las ganadoras, acelerando la cuarta revolución industrial», apunta Vicki Owen, experta de la gestora Schroders.

Mike Walsh: «Todo se ha acelerado: el mundo de 2030 llega en 2020»

El problema es tan nuevo que muchas cosas resultan tan desconocidas que carecen de nombre, y por eso hay que señalarlas con el dedo. Y la dirección hacia la que apuntan está clara. Como indica Neut, «todo individuo tiene la elección de reducir o no su privacidad a cambio de acceder a determinados servicios». Dicho de otro modo, la tecnología en el siglo XXI habla en el idioma de la Grecia de Platón y su res publica. En este caso, esa cosa pública interpela a los Gobiernos. «Depende de la responsabilidad de nuestros políticos asegurarnos de que, o bien en algunos casos no se usan ciertas tecnologías, o que cuando se utilizan están estrictamente reguladas», observa Luke Stark, experto en inteligencia artificial de la Universidad Western Ontario (Canadá). El mundo está actualmente fascinado –a veces, con razón– por las soluciones o herramientas que ofrece la tecnología para una situación como esta, desde una aplicación polaca que exige a sus usuarios que se hagan selfies para comprobar que siguen confinados hasta los códigos de color chino destinados a conocer la temperatura de sus usuarios a través de sus teléfonos inteligentes.

Como sucede casi siempre, esta es una cesión en la que algo es lo que se gana… pero también es algo lo que se pierde. «Muchos ciudadanos ceden sus datos de forma gratuita sin saberlo. En cuanto se descargan una aplicación que no cuesta dinero deberían conocer que el coste real son sus datos», describe Alberto Andreu, director del Máster en Recursos Humanos y Digitalización de la Universidad de Navarra y consejero editorial de Ethic. ¿Merece la pena? Si hiciéramos la pregunta a Anuja Sonalker, consejera delegada de Steer Tech, una empresa estadounidense de parkings robotizados y autónomos, contestaría que «los humanos son amenazas biológicas; las máquinas, no». Pero no todas las opiniones llegan del borde de la oscuridad tecnológica. Al contrario. «Las aplicaciones de rastreo, obviamente, son útiles. Nos conectan directamente con un modo de luchar contra la pandemia que resulta diferente a lo que hicieron nuestros antepasados en 1918 con la mal llamada gripe española o en la Edad Media con la peste. Si la idea es convivir con el virus, necesitamos herramientas que nos lo permitan», concede el consultor en estrategia digital Marc Vidal. Un ejemplo: en la primera semana de uso, más del 37% de los irlandeses descargaron esa aplicación.

Marc Vidal: «Si la idea es convivir con el virus, necesitamos herramientas que nos lo permitan»

Hay mucho de país –en concreto del país que somos y del que queremos ser– en ese movimiento que ya está en marcha. «Si el tiempo es para vosotros algo que merece la pena conservar /entonces mejor que empecéis a nadar / u os hundiréis como una piedra / porque los tiempos están cambiando», avisó Bob Dylan en su célebre canción. Una versión lírica del darwinista «adaptarse o morir» que hoy se escribe en clave de algoritmo. «La crisis de la covid-19 ha servido para acelerar la tendencia del uso de la inteligencia artificial y el auge del big data. Lo que empezó en la economía de los pequeños trabajos ahora ha llegado a las oficinas, escuelas, universidades y empresas de servicios profesionales», comenta Jeremias Adams-Prassl, profesor de Derecho en la Universidad Oxford. Desde marzo, Singapur utiliza la conexión bluetooth de los smartphones para controlar los encuentros entre personas y rebajar la curva. «La crisis sanitaria está acelerando a una velocidad vertiginosa servicios como la telemedicina, porque ahí está claro cómo están usando nuestros datos», concede por su parte el tecnólogo Enrique Dans.

Esa línea entre la tecnología y la intimidad resulta tan fina que parece tejida con hilos de seda. Quizá una de las fronteras –o de las costuras– sea la propia monetización de los datos. «Las empresas van a tratar de vender la información de forma anónima. Las operadoras telefónicas ya lo están haciendo, al igual que las tasadoras inmobiliarias que, gracias al análisis masivo de datos pueden saber si hay más visitas, por ejemplo, en el número par o impar de una calle. Algo muy útil si vas a desarrollar una promoción», relata Francisco Jesús Rodríguez Aragón, responsable Técnico de Análisis de Datos en Analistas Financieros Internacionales (AFI). En estos tiempos de tanto blanco y negro, en este aspecto parece que no existe sino una escala de grises. Su compañero Roberto Knop, director asociado en AFI, sí cree que «ha habido una cierta invasión en la intimidad de las personas», pero ¿nos hemos olvidado del hombre? La pandemia y el –buen– uso de la tecnología han demostrado que el ser humano avanza cuando pone el foco en la cooperación. «En España no se ha descuidado la parte humana cuando ha tenido uno de los confinamientos más prolongados y extensos del mundo. Lo que sí resulta necesario es acompañar cualquier despliegue tecnológico con la labor de campo de los rastreadores, para seguir las cadenas de transmisión, y del personal sanitario con el fin de realizar las PCR: test, rastreo y cuarentenas selectivas son clave y requieren la involucración de muchas personas. La tecnología solo tiene éxito si está integrada en esos procesos de actuación como un elemento más», asume José Luis Flórez. Sin concesiones. «Trabajamos, consumimos, interactuamos y socializamos nuestras conductas y mentalidades a través de una cultura online que está modificando radicalmente nuestra identidad. Ya somos digitales en mayor medida que antes», apunta por su parte José María Lassalle, director del Foro de Humanismo Tecnológico en Esade.

José María Lassalle: «Nuestra cultura online está modificando radicalmente nuestra identidad»

Desde luego, el virus ha integrado esa digitalización a una velocidad inimaginable hace poco. El mundo físico y el digital se fusionan, y algo que hubiera tardado años se está implantando en meses. Aunque la tendencia ya estaba ahí: los emails han desterrado al papel y las webs a los informes, las tecnologías colaborativas han reducido al mínimo las reuniones y el almacenamiento en la nube ha incrementado el rendimiento de los ordenadores. La realidad virtual puede reproducir acontecimientos sin que los fallos tengan consecuencias reales. Por ejemplo, Toyota necesita 8.000 millones de millas de prueba en carretera para su vehículo autónomo, un propósito que puede exigir más de una vida. Sin embargo, la simulación digital va a acortar este tiempo de forma extraordinaria. Todo esto, claro, añade presión a los trabajadores. «La vigilancia de los operarios, en general, aumentará a menos que se establezcan restricciones», apunta Gabrielle Rejouis, profesora del Centro de Tecnología y Privacidad de la Universidad de Georgetown. Y añade: «Los empleados deberían tener la oportunidad y el derecho de negociar con sus empleadores para limitar la capacidad de vigilancia que experimentan».

Ahora que intentamos no ahogarnos en la segunda ola y un nuevo estado de alarma en España busca ser el timón en medio de una tormenta que durará meses –o años–, suenan las palabras del filósofo y economista nobel Amartya Sen cuando escribió eso de que «las enfermedades matan al hombre, pero también lo mata la ausencia de medios de vida». Bajo la crisis sanitaria, confiamos a la tecnología gran parte de la respuesta, también en forma de tratamientos o vacunas. «Delante de nosotros hay una carretera muy difícil. Creo que, sin vacunas, los próximos meses serán duros en Estados Unidos», apunta el epidemiólogo Michael Osterholm, de la Universidad de Minesota en la web STAT News. Esos meses plomizos que augura pueden extrapolarse a España. Aunque hay otras voces que arrojan algo más de esperanza. «En menos de un año saldrá alguna de las vacunas en las que están trabajando siete laboratorios de Estados Unidos y China», augura Guillermo de la Dehesa, presidente honorario del Centre for Economic and Policy Research (CEPR) de Londres.

Una vez más, todo tiene que ver con la relación entre el espacio y el tiempo, con la velocidad. «La crisis de la covid-19 ha acelerado muchas de las tendencias que adelanté en mi libro How to be smart when machines are smarter than you [Cómo ser inteligente cuando las máquinas son más inteligentes que tú, sin edición en español]. Básicamente, lo que yo pensaba que tardaría una década en llegar está ocurriendo ahora por la pandemia. El mundo de 2030 llega en 2020. Dónde vamos a partir de aquí tiene menos que ver con la tecnología y más con las decisiones que tomemos como líderes de nuestras organizaciones y también con las iniciativas que los dirigentes de nuestros países adopten por nosotros», aventura el futurista Mike Walsh. Todavía queda fe: la tecnología es una grieta por donde se filtra la luz.

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